Antígona
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Antígona

“La tumba de Antígona” que María Zambrano escribió en 1967 viviendo en La Pièce, localidad del Jura francés, acompañada de su hermana Araceli que fallecería tan solo cinco años más tarde, y pasando por una situación de precariedad severa, tan solo aliviada en lo más necesario por la filantropía de algunos amigos cercanos y presentes, acaba de representarse en el teatro romano de Mérida pasados 30 años de la primera versión que tuvo lugar en ese mismo espacio.

Obra de teatro que aúna filosofía y literatura, se la dedica María: A mi hermana Araceli que ha servido a la Piedad. Ya desde la misma dedicatoria nos anticipa uno de los conceptos clave de su Antígona y que desarrolla con profusión en el segundo capítulo de su obra “El Hombre y lo Divino” aparecida en torno a 1950 y que titulará: El trato con lo divino: la Piedad. Obra que: supone la definitiva maduración del pensar zambraniano en estilo, maneras de pensamiento y contenidos, como apunta Jesús Moreno Sanz en la introducción a la misma. No se refiere a la Piedad como esa virtud que se centraría en el hombre, en el ser como tal que acapara en exceso el protagonismo de la vida, va más allá al proponer María verla como un camino para adentrarse en el saber tratar adecuadamente con lo otro. Lo otro como toda esa realidad que le rodea más allá de la que pueda captar y definir el pensamiento, esa otra que queda indefinible e imperceptible, esa que rodea la conciencia, destacándola como isla de luz en medio de las tinieblas. Nos sitúa más allá de la razón que pone orden y sentido, sí, pero que no alcanza a la unidad última del universo. Lo otro es lo que no se sabe, lo que se desconoce.

Servir a la Piedad desde la sensibilidad de un Universo cuya unidad intuimos a través de la multiplicidad de las cosas reales como huellas divinas en constante metamorfosis gracias a la vida y que superan al tan limitado ser se haría deseable, necesario. Se pone desde aquí distancia a la unidad identitaria focalizada en el ser que presentó Parménides. Junto a la razón la poesía: Razón Poética de María que apela a la unidad de la armonía de los contrarios de Heráclito.

Hay un sentimiento que se instala en el ser humano con celeridad, nada más llega al mundo, y es la extrañeza, porque en principio es un extraño en el entorno, justo en ese momento aparece la Piedad, como esa necesidad de ir tratando con todo lo que le circunda. Los sentidos y el pensamiento ayudan en el reconocimiento, pero siempre hay algo que se escapa, algo para lo que la consciencia no encuentra respuesta. Y no son precisamente respuestas las que haya que ir buscando tantas veces sin descanso, sino abrirse al preguntar porque ahí está ya la respuesta, velada aún pero que se desvelará en la contingencia de un instante.

Ante la descomunal ignorancia de un universo que le supera, el ser humano optó por actuar, incluso antes de adoptar un pensamiento, a través del sacrificio, al ofrecer lo mejor que tenía a su alcance y que consideró pudiera complacer, a esas fuerzas de la naturaleza, simbolizadas gracias a la imaginación en divinidades, olímpicas en referencia a las de Grecia entre otras, para paliar el sentimiento de angustia que le atrapa las entrañas ante lo extraño. El sacrifico disuelve la angustia, dice María. Y Antígona es sacrificada al ser condenada a entrar viva en la tumba.

Ha incumplido con las leyes del hombre en el poder, que intentarían guardar un orden con el que tener contentos a los extraños seres o divinidades que pueden más que los conocidos habitantes de la tierra, la angustia que tal proceder pueda generar es menester aplacarla con el sacrificio, es una limitación asumida y muy trabajada por los antepasados. Pero la comunicación se establece también en sentido contrario, desde lo extraño a lo conocido. Es lo que venimos a llamar inspiración. Y es que el ser humano recibe algo como si de un don se tratara, algo que en el momento de crear puede más que sí mismo: ilumina un pensamiento, dicta una sentencia, clarifica la continuidad de un texto y no sabe uno cómo ha llegado a ello, se siente superado, pero también bendecido. Y hay que saber tratar a la inspiración para que siga encontrando el camino despejado sin el temor a que pueda desaparecer por su interrumpida forma de dejarse sentir. Y así, el saber por inspiración pertenece por entero al mundo de la piedad, es recibido de algo otro, y él en sí mismo es sentido como distinto de quien lo tiene, dice María.

Antígona siente la inspiración, no siente que hable por ella sino a través de ella algo que le es extraño, y así cuando Edipo, su padre, le pide que le ayude a nacer ahora que va ya sabiendo, ella le responde: ¿Cómo voy a poder yo? ¿Cómo voy a poder hacerlos nacer a todos? Pero sí, yo, yo sí estoy dispuesta. Por mí, sí; por mí, sí. A través de mí. En ese “a través de sí misma” se pone a disposición de la vida en su movimiento, es un vivir fuera de su propia vida, abrazando lo otro, tan desconocido como aceptado. Alcanza la contemplación de lo que la razón no obtiene para sí, se le escapa incapaz de atesorar lo extraño, por mucho que quiera engañarse a sí misma, cayendo en el fondo último del humano vivir que se llaman las entrañas y que son la sede del padecer. Al padecer sólo pasajeramente puede engañársele, como dice María.

Siempre oponiendo el sentido entre lo que es extraño y lo que se entraña, en busca de esa armonía de contrarios que le otorga al pensamiento un continuo relacionar, que no lo paralice en la definición, sino que entre en la dinámica del movimiento que es vida y la encontramos en el corazón, ese órgano cuyo movimiento, cuyo latido es sinónimo de vida, mientras que su detención nos avisa de que la muerte ha hecho ya su aparición. Si el intelecto es vida en acto, actualidad pura e impasibilidad, eso otro de la vida humana es lo contrario: pasividad, padecer en toda forma, sentir el instante que gota a gota pasa, sentir inapelablemente el transcurrir que es la vida, padecer sin tregua por el hecho simple de estar vivo, que no puede reducirse a la razón, apunta María. Es el tiempo que pasa sin un razonar que lo guie y una impotencia que atrapa, que ineludible se padece en las propias carnes.

Mas si lo que se siente es que el tiempo se estanca, que no pasa, que vuelve sobre sí mismo acumulando días, no ha de ser sino para terminar rompiendo la presa y desbordando silencios que no pueden ya contener la realidad señora de su tiempo. No dejan de ser quistes los que provocan tamaña detención, que enferman el devenir, heridas de la carne que hablan de las del alma, sintomatologías de un actuar nefasto incompatible con la vida, sin razón que los sustente, sólo el sentir de lo otro pone negro sobre blanco alertando sobre el paso errado.

Así, el pensar ha de bajar al corazón para que como él mismo mueva moviéndose, esté vivo, por tanto, sin paralizarse ante el flujo del devenir planetario que, desde el griego, dice estar en un continuo errar y extraviarse. Nada puede permanecer ni seguir siendo lo que es, el tiempo modela y transforma, ese tiempo que María le da a Antígona viva aún en su tumba. Porque paradójicamente, es el tiempo lo que alivia el padecer de ese pasar por la vida muriendo. En el mal está la cura. Y necesidad habrá de cura cuando en derredor suyo la muerte campa a sus anchas en quienes deberían seguir viviendo, no es el tiempo el que llega a término, es el mal uso del mismo el que acaba con sus vidas. Ese tiempo malgastado lo recibe Antígona para en ese vivir fuera de sí misma usarlo en beneficio de lo otro, de la realidad que es soberana y tiene las claves del movimiento que es vida.

Y padece lo que entraña y no se engaña, pero abriéndose a la esperanza de que se pueda deshacer el nudo que el vivir teje cuando los caminos se equivocan, y las actuaciones se ven perturbadas por un hacer y decidir lo que no corresponde con el natural devenir de uno con lo otro, por aislar la conciencia, separarla del sentir. Es el cuerpo el que vuelve a dar la imagen, pues separar la cabeza del resto es matarla, es la sangre que fluye por todo él, esa que pasa a través del corazón, sí, a su través, como a través de Antígona pasa lo otro, la que genera vida en su movimiento. Su detención en cualquier punto hiere, causa dolor y éste avisa, avisa de que algo no marcha bien y el mal puede estar en cualquier otro sitio del cuerpo, sólo teniendo en cuenta la totalidad se regenera el libre curso en cuyo movimiento se centra la salud, la salud del cuerpo que marcha inseparable al espíritu y el alma, ese cuerpo que es el contenedor de las entrañas, de los sentidos, de los vacíos que permiten la entrada de la inspiración, por ejemplo.

Se han de volcar, sí, eso es, revolcarse lo uno sobre lo otro, que todos los órganos del cuerpo se comuniquen, se implementen, se hablen y acuerden; volcar decíamos, en este caso, los sentimientos que se entrañan, que caigan de lleno en el pensamiento, poniéndolo alerta de que lo que, si bien hubiera de fluir, se enmaraña. Y el pensamiento sigue bajando por el cuerpo, ahora desde el corazón a las entrañas, dándose de bruces con una inspiración que por ahí se ha prendido, esquiva es con el pensar, sin duda, ciertamente, y precisamente por eso, lo invade. En ese relacionarse lo uno con lo otro, en ese armonizarse de los contrarios, se nace instalándose la vida en el movimiento que aúna pensar y sentir. La poesía es el saber primero que nace de este piadoso saber inspirado, declara María.

El temor, siempre presto a aparecer por el más imprevisto rincón, teme que se mezcle el ser puro cuya identidad es garantía de unidad, unidad reducida al ser que rechaza lo otro en su desconocimiento que conlleva desconfianza. Unidad que mutila entonces, unir en base a eliminar, pero la memoria recuerda, y recuerda con meridiana claridad que existe lo otro, aunque se lo quiera ocultar. Al nacer partimos del olvido, y con el primer paso empezamos a recordar, María apela al camino recibido, el que ya está y retomamos, el de los antepasados cuya sangre sigue latiendo en sus descendientes. Recogemos el testigo de una historia que al reescribir recreamos, porque no es cosa del pasado, que vuelve a transitar el futuro para entrar en la dinámica de su tensión transformándose de continuo. El cambio, lo único que no cambia, produce temor, se lo siente inestable siendo estabilidad en sí mismo. Nunca se acaba de ser, porque siempre se está siendo y el tiempo es el gran hacedor. Antígona no teme dejar de ser para ser lo otro, no quiere ser una y perderse en la unidad castradora, siendo parte no deja de ser ella en la totalidad que muta de seguido, permaneciendo viva en el cambiar constante.

Todos los que buscan a Antígona lo hacen para salvarse, todos quieren que cambie, siendo ellos los que viven en sí mismos, y sólo ella la que sale de sí para relacionarse con lo otro. Se los siente estáticos, inflexibles en su pensamiento, mientras ella es la que entra y sale con total fluidez de una vida a otra, de su tumba a la vida y de la vida a la tumba. En su padecer está la esperanza, ventana abierta por la que aún entra el sol y lo dice ella, Antígona, desde su tumba. Por eso en el monólogo final dice que Creón: venía a que colaborase con él, y que sea yo su cómplice por huir de la condena, y le ayude a saltarse la ley sin cambiarla, claro. (…) Pues que si el del poder (Creón) hubiera bajado aquí de otro modo, como únicamente debía haberse atrevido a venir, con la Ley Nueva, y aquí mismo hubiera reducido a cenizas la vieja ley, entonces sí, yo habría salido con él, a su lado, llevando la Ley Nueva en alto sobre mi cabeza. Pero como tal cambio no se produce queda la esperanza reducida al padecer. Y a Antígona el sol ya le molesta en su reclusión, porque en sí mismo ciega, ciega a los hombres el exceso de luz y ella para ver ya no necesita de los sentidos, ve con los ojos cerrados la aurora en sus entrañas.

No hay salida si no es contando con lo otro y tanto Creón como los demás muertos de Antígona sólo cuentan consigo mismos, y aunque Hemón le reproche que solo él encontró la muerte por amor a ella, su respuesta, la de ella, apela a la Realidad inclusiva: yo soy, yo era una muchacha nacida para el amor de mi esposo a cuya casa iría saliendo de la de mi padre. Y me devoraron no ellos, sino la Piedad; yo soy la ceniza de aquella muchacha. Me deshojé. Y ahora… Ahora la compasión que ella siente en su capacidad para percibir y a la vez aliviar el sufrir de otros, le permite dejar atrás una vida que el tiempo en su movimiento le arrebata para entrar con naturalidad y gracia, con dolor también, incluso, como si de una danza se tratara, en la que le corresponde por ley de vida. Y es que la imposibilidad de cambiar la ley le obliga a cambiar la vida. Solo en la Piedad pueden encajarse las piezas que den con la razón en un claro que sea revelación de la Unidad invisible, solo en ella construirse el relato de lo que se conoce en el holgado espacio de lo desconocido, a través de la experiencia que otorga el vivir, experiencia que forma esa primera capa, la más humilde, del saber de las cosas de la vida, nos dice María.

El pasar de Antígona es un experimentar la vida desde la contemplación desinteresada de los aconteceres que le llevan a actuar en consonancia con la totalidad, porque su contemplación no le paraliza, bien al contrario, le pone en movimiento como a la vida misma; sentida como una pieza más del caleidoscopio, su movimiento se detiene únicamente ante el sinsentido de una ley que no apela al todo sino al interés de una parte y por tanto contraviene la ley natural, anquilosa entonces, paraliza, deja de fluir la vida y solo puede ser aceptada la muerte.

Muerte que es simbolizada por la lucha fratricida de los dos hermanos que entienden de muy distinta manera el poder. Sacan a relucir la falta de verdad que rige sus vidas, y cuando ésta aflora no pueden con ella. Les faltó la distancia necesaria para contemplar, para hacer silencio y escuchar, no desde una parte sino desde el todo, la realidad más abarcante que hubiera podido abrazarles, pero no se deshicieron de su tan limitada posición, cayendo en un partidismo que, al reducir la verdad al interés, hizo de la verdad mentira. En su limitación repitieron la historia, se quedaron del lado de la mentira, la misma que acabó con sus padres. Antígona replica que: Los sacrificios no bastan a la hora de la verdad, cuando ha de lucir la verdad. Porque el punto para poder avanzar en cualquier vida es precisamente la verdad, ella libera, suelta amarras y ningún sacrificio puede hacerla retroceder, no admite componendas, es la que es y es soberana, el trabajo reside precisamente en reconocerla. Antígona lo sabe y sabe también que su sacrificio no tiene que ver con la verdad que en ella está asumida, sino con la imposibilidad que ve en los demás para cambiar el curso de los acontecimientos en base a lo que implica reconocer y asumir la tan temible verdad. Su sacrifico es una detención que llama a la atención de lo errado.

No se da, por tanto, el flujo natural de la energía que debiera impulsar el movimiento, nada que ver con el caudal de un río que, del nacimiento a su encuentro con la totalidad del mar, va sorteando las piedras del camino y los desniveles del terreno sin que lo detengan impidiéndole continuar por agraviar una ley, que es como decirle al río que cambie el curso, que equivocó el camino; topará con una piedra, y hasta con un roquedal inmenso el río, sí, seguro, pero la erosión que el tiempo no detendrá, le hará cambiar la forma a la piedra, variando el curso al mantenerse en él, como Antígona se mantiene en el suyo, erosionando la ley. El tiempo, sí, se necesita tiempo y distancia para dejar a la verdad que señale el sentido. Cambiar, metamorfosearse con ella, girar para dejar que lo que es sea, en detrimento del empeño de un yo opaco, de una voluntad teñida tantas veces por lo inmediato, que tantos estragos causan en el propio devenir. No hay querencia, ni poder de un ser que pueda en contra de lo otro. La acción de la Piedad es a la manera del agua: disuelve, comunica, arrastra, nos dice María.

La representación que ha tenido lugar en el teatro romano de Mérida se desarrolla en dos planos, el inferior, en el que Antígona habla fundamentalmente consigo misma en diálogos, los más imposibles, con quienes ya no están, pero que trasmiten su razón de ser en consonancia con lo otro, ya quieta, parada ante la vida. Y el superior en el que la vida sigue su curso en una danza que es puro movimiento en un constante cambio ante lo que llega, ni intuido las más de las veces, pero certero, inexorable. El pensamiento, que puede abrir caminos inverosímiles, al ir haciendo realidad lo que experimenta según la imaginación sea capaz de hacerlo viajar por los confines soñados, según el alcance y la capacidad que tenga para soñar el ser que se atreva a ello. Fundamento esa ensoñación del complejo edificio de la vida que tienta a la razón a llegar más lejos, la única capaz de sacarle de sus casillas a la cuadriculada razón. Por eso, según el pensar baja hasta encontrarse con los más bajos instintos, el soñar sube a descongestionar cualquier encabezonamiento.

La actualidad de la que se hace eco la obra estriba precisamente en la necesidad de abrirse a lo otro de una sociedad que lo ha relegado, si no olvidado, en beneficio de lo uno, ese uno que se identifica con el ser razonable que deja lo divino más que a la fecunda imaginación, a la superficial fantasía. Una sociedad que se estrangula en el reduccionismo a lo sensorial al proclamar divino lo humano, poniendo a su servicio todo lo otro para uso y disfrute, eludiendo el diálogo y la empatía con lo desconocido, por puro enaltecimiento de un ego envanecido y una voluntad ciega y egoísta, que sólo la estética y con ella el arte puede contrarrestar. Dejada sola la razón se extravía en un querer, en exceso voluntarioso, pero exento del amor compasivo por naturaleza.

Baste una imagen final que fue inicio en la vida de María, y es que siempre recordaría su feliz infancia en el pueblo que la vio nacer, Vélez Málaga y aquel patio de su casa en el que no habría de faltar el pozo, entonces aún de agua fresca y clara, junto a un limonero desafiante en color y olor para disfrute de los sentidos. Pues estando ella asomada al pozo abstraída por ese fondo oscuro que apela a las entrañas de la tierra rica en profundidad y fuego telúrico capaz de iluminar tinieblas ya sean del pensar o del sentir, llegó su padre por detrás, ni sentido ni intuido por la niña que, al ser alzada en sus brazos, pasó en un instante de eternidad a estar a la altura del limonero y verse mirando al cielo, hacia las alturas claras del luminoso día, una luminosidad que ciega y aplasta, al alcance de quien tiene la experiencia de vivir Andalucía que la refleja intensificándola en el blanco de sus paredes encaladas. Sintió el contraste en sus carnes aún blandas de su infancia, quizás por eso dejaron la huella indeleble de lo que es puro e inocente, aún sin teñir por nada, una verdad sencilla que solo la vida aquilata y que para ella fue pauta.

Entendió con las entrañas y razonó con el tiempo que caer a las profundidades, caer a lo más bajo, a lo más humillante, al desasosiego de la vida, a ese sin sentido, sin rumbo, sin nada permite desde esa oscuridad ver la luz. Y que elevarse sobre sí misma, en los brazos que aún son sostén, ciegan los sentidos y te impiden ser libre para correr, aunque el soñar se desprende y se echa a volar la mente. En la armonía de ambas realidades se encuentra la verdad que es equilibrio para elevarse del pozo volando, como volara en sus brazos, y ver con los ojos cerrados gracias al fuego entrañado.

Pareciera que la Realidad reclama hoy, aún más que ayer, que la humanidad sirva a la Piedad.

 

 

 

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