El Trazo del Arte Chino
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El Trazo del Arte Chino

Dao o Camino del artista Mi Fu (1051-1107)

 

La educación artística requiere de una inmersión cultural y a día de hoy, desde este lugar que es España, debemos admitir una carencia importante al no contar con la información precisa para profundizar en el Arte de China y de Japón, que son base y sustento del que se ha ido desarrollando en el continente asiático a lo largo de su no corta historia.

La fluidez en las comunicaciones y el transporte, que nos permiten llegar con más facilidad a cualquier recóndito lugar del planeta, han abierto las puertas a un espacio geográfico hasta hace poco inaccesible, si no del todo, sí demandando una gran dosis de esfuerzo, que ha hecho míticos a los viajeros que se adentraron por aquellas tierras en busca de acortar distancias tanto físicas como sociales. Así, gota a gota, hemos ido acercándonos a su pensamiento, a su mercado, a su manera de estar en el mundo, interaccionando unos con otros hasta llegar a un punto en el que se hace ya imposible seguir adelante sin contar con los otros, ya sea en su aceptación o rechazo.

Lo que ha llegado a nosotros con fuerza desde Asia son una serie de conceptos filosóficos que contrastan con los adquiridos en Europa a lo largo de su historia, en la misma medida, lo gestado en esta parte del mundo ha hecho el camino inverso, adentrándose en una sociedad que haciéndoles espacio ha trabajado en su asimilación, que no es decir aceptación o incorporación de los mismos, aunque sí ese ir dejando regueros, tanto en unos como en otros, dando sobre todo qué pensar. Se ha generado, por encima de cualquier otra cosa, movimiento, un movimiento en pos de lo desconocido que inevitablemente hace tambalearse a lo conocido, o cuando menos surge sanadora la duda en beneficio de la otra cara que cualquier idea lleva en sí misma.

Dichos conceptos los hemos extendido al cuerpo artístico, otorgando a sus manifestaciones una serie de características que tienen que ver con la meditación, espiritualización, idealización e incluso hemos llegado a inventar un arte chino que poco tiene que ver con su realidad y que de no encauzarlo ateniéndonos a la cultura que le ha dado vida, se nos pierde. Porque abusar de esa vertiente para su lectura y disfrute lo pervierte alejándolo. Para ello es primordial tener bien presente la técnica de dicho arte, sin la cual la ejecución de las obras no sería la que es. Lo primero que caracteriza al arte chino son los materiales con los que se llevan a cabo sus trabajos, cuyas particularidades se incorporan directamente a la expresión que llevan implícitos.

Centrándonos en el arte que es más representativo hemos de tener en cuenta que es el papel el soporte sobre el que el pincel extiende la tinta más o menos diluida en agua. El papel es fino, porque solo una vez que el pincel ha hecho su recorrido, pasará al taller para ser montada la obra sobre otros papeles o sedas que le den consistencia. El pincel es de pelo largo y flexible, lo que va a permitir que su trazo sea fluido, adquiera movimiento sin detenerse en el modelado de formas, no trabaja la pasta ni la consistencia, pero sí el movimiento que es clave y fundamento del camino que deja el trazo. Y la tinta, que, aunque se presente en una piedra sólida, es para ser disuelta frotándola con agua hasta que líquida se adecue al pincel con total soltura. Los tres elementos lo que amparan es el gesto que nace de quien los manipula.

La destreza llega con el adiestramiento largo y tedioso, repetitivo hasta sentir los instrumentos como parte de uno mismo. Pero no se trata de que el pincel sea la continuación de la mano que es movida gracias a una muñeca que articula en cualquier dirección o sentido, o del brazo que da extensión y amplitud al trazado, y hasta del cuerpo que se vuelca con todo su ser sobre el papel imprimiéndole la huella de su vitalidad. Los instrumentos de los que se vale el artista hacen de su cuerpo otro. Lo metamorfosean al ser capaces de modificar el movimiento propio en aquel que pide la obra para responder a la llamada de lo que viene de fuera, para a través de uno hacerse en el papel. El artista como vehículo para el tránsito.

El cuerpo se modifica de continuo mientras atesora vida, no es el mismo de un día para otro. En su continua transformación interviene desde la alimentación, a los utensilios de los que se vale para actuar e interaccionar con la mente o bien el uso que se le dé ya sea moviéndolo en un gimnasio, en la naturaleza o aparcándolo en un sillón. Para hacer del cuerpo vehículo, para no cerrarlo y anquilosarlo es menester hacer vacío. Es éste un concepto muy presente en el pensamiento daoísta, ese wu wei traducido las más de las veces como: no acción, no actuar o forzar. Si bien, pudiera malinterpretarse al pretender uno vaciarse dejando de hacer, incluso desprenderse de lo que se lleva dentro para dejar de tener. Pero más inclinados desde estas páginas por su vertiente positiva diremos que: hacer vacío es dejar hacer. Dejar hacer a la vida más allá de lo que la razón alcanza a concebir y en silencio escuchar lo otro. Y cuando el artista, pincel en mano, se deja atravesar por lo otro, desde más allá de cualquier razón presente y activa, dejando pasar a esa inspiración desconocida, vehicula.

Inspiración que todos reconocemos en el arte y de la que María Zambrano, una de las mentes que, en el siglo pasado, más abierta y atenta estuvo al pensamiento oriental, desde el más cercano al más lejano, dice: el saber por inspiración pertenece por entero al mundo de la piedad (piedad como el saber tratar adecuadamente con lo otro) es recibido de algo otro, y él en sí mismo es sentido como distinto de quien lo tiene (…) Lo otro como esa realidad que le rodea más allá de la que pueda captar y definir el pensamiento, esa otra que queda indefinible e imperceptible, esa que rodea la conciencia, destacándola como isla de luz en medio de las tinieblas. El Trazo del Arte Chino es un trazo inspirado, no buscado ni controlado, es un trazo poético, siendo para María la poesía: el saber primero que nace del piadoso saber inspirado.

En ese dejar hacer, se hace el Trazo que nos ocupa. El papel ha de ser fino para que no se frene el trazo, el pincel flexible para que cualquier cambio de rumbo no encuentre impedimento, la tinta diluida para que la sinuosidad más sensible se acomode. Y el cuerpo se modifica en la inmediatez de esas características. Pero en esa misma capacidad para no frenar, se puede frenar en seco; en la flexibilidad más exagerada, darse la rigidez más llamativa; y en el movimiento más libre y sutil del agua, llegar la fuerza imperiosa de la ola azotando el acantilado. Porque la realidad, esa que es soberana, se entiende como un proceso polarizado por dos fuerzas que son el yin y el yang, causantes de los cambios, de las transformaciones en la dinámica de su tensión. Y el camino que deja el trazo las asume.

La enorme y profunda singularidad del Trazo chino es el objeto del mismo: la palabra. Una vez que la técnica está asumida, aprendida hasta aprehenderla en el entrañamiento, siendo una presencia activa que transforma al disponer al cuerpo físico a la recepción y aceptación de lo otro, de lo que se desconoce, pero se busca con denuedo, con esperanza; la mirada es hacia la protagonista de la razón donde se gesta el pensamiento a través de la palabra para depositar en ella la mayor dosis de conciencia llevándola a su propia extenuación en la poesía. El trazo es el conductor mejor avenido entre esos opuestos que trabajan complementándose. Se trata de un viaje que el artista asume al dejar que se descontrole lo que controla hasta su último y más menudo detalle. Y el trazo a través de la palabra in-forma el pensamiento, le da forma en la más apabullante, diversa y creativa de las manifestaciones que desplegadas ante la mirada despiertan las entrañas, mueven el corazón y devuelven la palabra a la mente: transformada.

Pincel en mano el artista domina la transcripción exacta de cualquier letra, cuyo objetivo es la posibilidad de ser leída por un tercero, disfrutando de la legibilidad y belleza de un trazado que le transporta al mundo de las ideas y la imaginación. Sin embargo, el artista, en su condición de tal, no puede, no le es lícito quedarse anclado en la comodidad y pasividad del puerto que le abriga y preserva de cualquier temporal o mar calmo, pudiendo ser transportado a las oscuras profundidades de la duda, la paradoja, el sinsentido o la misma belleza; pero, sobre todo, y esa es su guía, lanzado hacia aquello que intuye y se le escapa como el agua entre los dedos. Va ciego, mecido por la respiración, atraído por la deconstrucción de lo que está velado por lo aparente y pide con desespero la desnudez hasta dar con la verdad de la palabra en el trazo.

En ese camino encontramos personalidades como la de Huaisu (725-785) monje Chan, más conocida en occidente como Zen, dicha corriente del pensamiento budista que introdujo, desde la vecina India, Bodhidharma en torno al año 520 de nuestra era. Su Trazo es una auténtica locura, de una espontaneidad tal, que a él mismo ha de costarle seguirlo. Es pura danza en la que la punta del pincel se inclina hacia “los ocho lados”, es decir rota en cualquier dirección, no aplasta el pincel contra el papel, modula con un movimiento de muñeca que aprecia el latido de su sentir interno, extendiéndose como una serpiente que se encoge y alarga, con una intuición que no se atiene a razones, abierta a lo que con toda espontaneidad surge, como llevada por un duende que vehicula el trazo a su través. No es un trazo caligráfico, como viene a denominarse, identificándose naranjas con peras: caligrafía y arte del trazo son frutos de distintos árboles.

Otro artista del trazo es Mi Fu (1051-1107) letrado del más alto nivel, pretender clasificarlo sería como poner puertas al campo. Excéntrico en sus manifestaciones, era capaz de dejarse llevar por impulsos que le nacían de las mismas entrañas; al tiempo que riguroso con su pensamiento al teorizar, ordenando y sistematizando, el mundo del arte. Esta polaridad la mantenía gracias a su trabajo en la energía dinámica o qi que apela en el daoísmo al espíritu cósmico que penetra y anima a todos los seres incluidas las piedras del camino. Su trazo lo hace remontar al considerado el padre de dicho Arte, que no es otro que Wang Xizhi (303-379) si bien fue capaz de crear escuela, liberando a su trazo de caer en la repetición que, paradójicamente consigue retomando del pasado, no la peculiaridad de lo formal, sino el hálito que lleva a cada cual a sus propias formas en consonancia con la realidad de cada uno.

Pero más allá, de esas realidades concretas que nos llevan de un austero monje a un refinado letrado, o de personalidades encumbradas que no atinan con un trazo solvente, a vagabundos que, sin más recursos que rudimentarios instrumentos, son capaces de dejar trazos inigualables; lo que trasciende es la importancia que en la historia de China atesoran aquellos individuos que como un don de la naturaleza tienen la capacidad de dejar obras que, el mismísimo emperador no dudará en remover cielo y tierra para poseerlas, deseando incluso ser enterrado con ellas. Hablamos de una sociedad que otorga el máximo de los respetos a quienes tienen la habilidad de manejar el pincel, y no por el pincel mismo, sino por la huella que deja en el Trazo. La contemplación de dichas obras, elevan el espíritu a un nivel superior de comprensión, ya que se les supone participar del Misterio que para el daoísmo encierra la Unidad. El carácter utilizado para dicho Misterio es Xuan en cuyo origen significa “negro con un matiz de rojo” precisamente la estética de las obras a las que nos venimos refiriendo.

Desde el momento en que los diferentes idiomas occidentales utilizan la palabra “caligrafía” para referirse a dichas obras del Arte más exquisito en China, la compresión y el alcance del que gozan en su cultura originaria se pierde, quedando la mera forma de las distintas palabras como centro de atención. Es decir, la filigrana del carácter chino copa todas las miradas que no saben penetrar el misterio que guarda en sí mismo el Trazo. Queda, por tanto, la mirada de occidente extraviada en la mera superficialidad. Cierto que cada vez son más los artistas que se mueven para descubrir in situ, la realidad que encierran sus caracteres y no son pocas las hojas escritas apuntalando experiencias y estudios, que indefectiblemente quedan deslumbrados ante la supuesta belleza de esos signos. Desde hace más de un siglo se han ido surcando los caminos, pero el exceso de luz que irradian los caracteres, a ojos de quienes ya adultos los ven por primera vez, deja en la oscuridad la sutil y delicada aurora del Trazo.

En él está el Misterio de una cultura milenaria, bien a la vista, pero velado tras la belleza de sus formas. En él reside el movimiento que va acercando o alejando las piezas del inmenso rompecabezas que, cual caleidoscopio, nos aproxima o distancia de la verdad última que desearíamos alcanzar. La pérdida del camino nos cubre de oscuridad y esos breves momentos de coincidencia nos alumbran con la intensidad que sólo la verdad posee. Y es que, el movimiento en el que entramos al nacer y que nos acompaña en el transcurrir por el camino de la vida, es el que asume el Trazo. También en sus obras de paisajes plasma su Dao.

El camino, el Dao en chino, es el único sentido del Trazo, por eso el Trazo, que no el carácter, es esencia del verdadero sentir de todo un pueblo que seguimos mirando sin ver en plenitud. Es curioso, e intrigante a la vez, ver a un niño chino contemplar una obra que protagoniza el trazo, porque no se detiene en sus formas sino en el movimiento que sigue con el dedo en el aire, se adentra en el orden de cada uno de los trazos que componen el carácter, un orden fijado e inamovible que marca a fuego el movimiento que vivifica cada uno de ellos, su relación con los otros y la obra en sí misma. En ese movimiento radica el Misterio de la obra de arte.

A nadie, y sobre todo en Europa, se le escapa que hablar de caligrafía es hacerlo de un arte menor cuya utilidad es hacer legibles las palabras para su lectura, jugando con un no entorpecer a la vez que se embellecen textos que quedan iluminados con la decoración de las letras y los espacios, ya sean marginales o centrales, en aras a dignificar escritos del pensamiento, la religión o la cultura de países o territorios, gracias a los cuales se puede profundizar en ellos. Bien se conocen las salas que en los monasterios de toda Europa se dedicaban a la copia de manuscritos para ser repartidos por otros o para beneficio de los especialistas en las distintas materias. A la vera de las grandes bibliotecas soñadas por grandes mandatarios, como la de Alejandría, en esa ansia por perpetuar los saberes y conocimientos de los pueblos, se instalaban quienes, conociendo la escritura y su lectura, dedicaban vidas enteras a la copia de textos al no ser tan hábiles para la creación de los mismos.

Qué duda cabe que éste no es el caso de las obras de arte de China. Claro que existe también la figura del calígrafo que convive con la del artista del trazo, pero éste último va a llevar la palabra más allá de su utilidad. Querer trasmitir el arte del trazo nombrándolo caligrafía produce un disloque para quien habla y para quien escucha. Y es que no queda sino empezar diciendo que en el manejo del pincel el artista deja todo su ser en el Trazo, no solo la palabra, la palabra es vehículo para entrar primero a esas entrañas donde se ha depositado tras empezar su recorrido por el cerebro que la estruja en razonamientos, bajar al corazón que la inunda de sentimientos y llegar a las entrañas donde se carga de experiencia de vida; cuando el artista la encuentra allí tiene ya el bagaje del camino y al sacarla la enfrenta al mundo, instante en el que no solo recibe de uno sino también de lo otro. Uno, el artista, con todo su ser se pone al servicio de lo otro, lo desconocido, asumiendo su dimensión divina que va siempre más allá, y lo otro se sirve de lo uno para dejarse ver aún velado pues ha tenido que reducirse a espacio y tiempo, cuando en su Unidad no sabe ni de lo uno ni de lo otro.

El Trazo no necesita de músicas relajantes, ni de inciensos, ni de posturas ni de postureo, en definitiva, todo ello puede ayudar o enervar en la misma medida. Parece que el arte que nos llega del otro extremo del mapa es meditabundo y espiritual, como decíamos en un principio, que inspira paz, pero lo que inspira es una cultura que nos es extraña, simplemente porque no es la nuestra. El Arte expresa desde el pensamiento a los sentimientos y hasta el entrañamiento de uno y otro, propios de la cultura donde nace y se desarrolla, sin su conocimiento e incluso vivencia, no podemos apreciar su realidad y querer verlo, o ser incapaz de no verlo más que con la mirada propia, es atribuirle realidades impropias que lo desfiguran. No es este el lugar para imbuirnos de la Cultura China que trasciende a su Arte, pero sí dejar claramente manifestado que el Arte Chino es el Arte del Trazo.

En Japón podemos apreciar esta realidad pues siendo un país ágrafo hasta el siglo V, no se plantearía la escritura hasta que a través de Corea llegaron los primeros sutras búdicos tan atractivos en su presentación, montados en rollos de seda, que al irse abriendo transmitían todo un mundo de conceptos y sentimientos, para lo que en Japón se echaba mano, por aquel entonces, del kataribe que con su prodigiosa y bien trabajada memoria relataba en reuniones lo que ellos guardaban en su cultura, siendo curiosamente en su mayoría mujeres. Al plantearse plasmarlo con una escritura no dudaron en tomar prestada la del país vecino, aun siendo su habla silábica cuando los caracteres chinos respondían a la expresión monosilábica de su pueblo. Razón por la cual tuvieron que ir adaptando lo que tomaron como un préstamo hasta hacerlo propio, transformando la grafía extraña en los alfabetos hiragana y katakana que entrañaron como propios. En dicho proceso pasaron por escritos de muy difícil comprensión que confundían más que facilitar la transmisión de conocimientos. Sin embargo, el tiempo les fue ayudando a configurar unos caracteres simplificados y distintos para sus alfabetos que, con la energía del pincel llegaron a trazar en verdaderas obras de arte. No era el carácter, sino su trazado, el que lleva implícito el Arte. La adaptación a lo diferente fue un viaje lleno de creatividad, que una vez más excede al espacio de este escrito, pero que sin duda merece la pena detenerse en su relato pues es fuente de enseñanza.

La transmisión y enseñanza del Arte Chino y de Japón también, necesita avanzar hacia una asimilación más realista pues, en nuestro país en concreto, está en una fase en la que la confusión es en extremo manifiesta al carecer de la información precisa, tan necesaria para no caer en la falsedad, estando ausente en los centros educativos y en la programación de los mismos dicha enseñanza. Es necesario, a día de hoy, entrañar además un vocabulario que acerque, para lo cual sería necesario dejar el enrocamiento de palabras que traducidas en su momento han dejado de significar en éste, supuesto el flujo e intercambio de saberes ya establecido, algo de lo que congratularse y que facilita el avance en las comunicaciones y el transporte basadas en el movimiento que es así mismo, sustento del Trazo. Siendo la actualidad un tiempo propicio para el encuentro e intercambio de dichos saberes al darse las circunstancias propicias para ello ya que el movimiento unifica.

 

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