El Trazo símbolo de lo nuevo
23205
post-template-default,single,single-post,postid-23205,single-format-standard,stockholm-core-2.0.7,select-child-theme-ver-1.1,select-theme-ver-6.6,ajax_fade,page_not_loaded,vertical_menu_enabled, vertical_menu_transparency vertical_menu_transparency_on,,qode_menu_,wpb-js-composer js-comp-ver-6.4.1,vc_responsive

El Trazo símbolo de lo nuevo

una aurora que será una entraña celeste

 

 

Hacer emerger al Trazo se inscribe en el acto creador. Un acto que no puede circunscribirse a definiciones o juicios que delimiten, no hay intención de atraparlo para encerrarlo en una obra estática e inmutable. Porque el Trazo es en sí mismo puro cambio, puro movimiento, pura experiencia: es el acto creador.

El Trazo no entra en la sucesión del tiempo, penetra en la creación.

No es lineal, se adentra en profundidad en el espacio estelar.

La transformación del Trazo es continua, a cada instante es creado: re-novado, re-establecido. Su energía es inagotable: puro dinamismo. Es auroral en el sentido que no quiere repetir el pasado que ha quedado estancado, al que no se le permite pasar por des-oído, des-preciado, ese que al ser ocultado queda siempre al acecho, o aquel que es integración máxima de la realidad y por lo tanto obra maestra. La aurora, que es siempre única e irrepetible, es la promesa de un nuevo día en el que coger el pincel en profundidad y no en continuidad, abrazar la totalidad de un instante que no ha de volver. Por eso, cuando pincel en mano se da rienda suelta al trazo, no hay retoque ni vuelta atrás, es el que surge, se precisa de otra aurora para darle cauce de nuevo.

Dice Ibn Arabí que: no hay retorno ya que no hay ruptura. Atendiendo a la aurora no retomamos el día de antes pues ha sido renovado, damos con ella nacimiento a un trazo al que accedemos en un experimentar el cambio constante.

Las cosas no son originadas de una vez por todas, sino que deben, a causa de su precaria condición ontológica, ser rescatadas constantemente de la no existencia, que es su estatuto original.

La continuidad del trazo en sus diversas formas no responde a ninguna causa que proyecte un efecto, la causalidad está demasiado restringida a un tiempo sucesivo, como para que tenga repercusión real, como mucho anecdótica. El continuo crearse de nuevo hace mella en la casualidad, sin que se llegue a la repetición gracias a la infinitud divina, de la que Ibn Arabí da cumplida cuenta.

Si cada expresión de la verdad es continuamente nueva y diversa, nunca puede existir una misma percepción de esta para todos y cada uno de los seres humanos. Lo que llamamos <verdad> es algo vivo y, por tanto, también en perenne transformación.

El cambio –el I Ching es el libro de los cambios y el más antiguo conocido- la transformación de lo mismo, lo hace nuevo cada vez. Ahí está la mano que recibe el pincel para llegar al trazo. No sigue, entra. No deja atrás, recibe. Es una flecha que recula y recula para lanzarse libre recibiendo de todos los agentes externos e internos dirección y sentido. Cuyo disparo es capaz de remover todo lo establecido para reajustar una nueva realidad atemporal, porque su dinamismo no conoce la detención.

El cambio continuo y constante hace que con cada respiración todo puede ser otra vez de nuevo. Cada nuevo trazo del mismo pensamiento, de la misma poesía, es una renovación del sentido. Nunca un trazo vivo se verá igual, si es real y lleva una verdad implícita, tiene vida y lo que está vivo cambia y se transforma. Sólo es necesario echar un vistazo detenido a la naturaleza para sentir el latido de la vida, mirarse al espejo y no ver nunca la misma persona.

El artista que se aventura en el trazo y lo hace bien, el bien aventurado al pintar el trazo lo deja vivo en la hoja, no lo mata para fijarlo, definirlo o juzgarlo… Y si está vivo, cambia y por eso perdura, nos llama, nos atrae, nos da vida, entra. Y no sólo hay que verlo, puede también imaginarse, como los trazos que fueron y des-aparecieron del mundo exterior, pero siguen en el alma de quien imagina.

Imaginar implica <teofanizar> la realidad, devolverle su carácter divino o percibirla, en palabras de los sabios budistas, como si fuese un mandala, un reino puro de existencia… Teofanizar la realidad supone descubrir la belleza y el amor escondido en cada mirada, en cada rostro y en cada situación. Imaginar la realidad, como dirían también los sabios budistas, es un movimiento del alma que responde a la naturaleza más profunda de las cosas.

 

La cursiva y la inspiración responden al capítulo 6. Creación continua: <el abandono de toda certeza> del libro “El perfume de la existencia” de Fernando Mora.

 

No Comments

Post a Comment