El TRAZO

la forma de lo uno
El vehículo del movimiento es el trazo, en él deposita el artista el que late en sus entrañas, las contradicciones y el desánimo, lo exuberante y la duda, el caos y el orden que genera su camino, nada contiene en sí mismo y de todo se empapa y al recorrerlo nos transmite con sus torsiones el carácter más íntimo de la mujer o del hombre que lo traza y de la sociedad que alimentándose alimenta. Un trazo, un paso mal dado puede acabar con la obra o con la vida, los trazos que están de más encubren sin acabar de soltarse ante lo que ya es, los que faltan nos impiden seguir andando, nos detienen y nos hacen volver y volver, tirar del hilo dejando que el flujo sea tan límpido como el torrente que nace, tan ininterrumpido como el cauce, tan real como el río que no se detiene aunque su agua nunca sea la misma, vacío acoge infatigable el flujo, es quien mejor simboliza el movimiento que traspasa como una punzada todos los tiempos.
No se trata de acumular trazos ni de despojarse de ellos, se trata de dar con el que es único para ese lugar concreto, no se trata de encontrar un trazo único y por lo tanto diferente a todos y objeto entonces de laboratorio, sino de dar con el que siendo en esencia igual a todos es en apariencia indispensable para ese momento concreto. Puede ser feo, alto, bajo y hasta insignificante o profundamente atractivo, pero si está en su lugar y en su momento es tan real que toda su apariencia se transforma en unidad y sin buscarla encontramos belleza en su verdad, chiquita tonta o grande y torunda peo cierta, ella es la que conduce, la que va generando un orden que asienta el siguiente paso, es clave para aquietar un instante moviéndose al siguiente. La abstracción del trazo la encontramos en la poesía, la concreción en la pintura y queremos concretar la poesía pintándola y abstraer la pintura viendo su poesía.
El origen, cuando aún nada tiene forma, la hoja en blanco que llena de energía cualquier rumbo posible, que atemoriza porque hay que ir eligiendo, sustrayendo, eliminando a la vez que surge lo limitado, lo concreto, perdemos el abrazo y nos adentramos en la soledad del tiempo. La poesía vela el desorden que transita del estancamiento a la paz, ordenando para consumar el cambio, haciendo de lo imposible un instante en el que sentir la fuerza suprema de la creación, ahí donde uno es amo y señor de lo que no es. Huimos de lo definible, de lo sometido a pruebas, comprobaciones, verdades demostrables o experimentos de laboratorio tranquilizadores. Nos adentramos en lo inestable, lo sugerente, lo que sin atenerse a nada deja de ser en el instante mismo que es, atraemos lo invisible ingrávidos en el vacío que vehicula el movimiento.
A la poesía la sostiene un soplo de aire que según llega se ha ido, venera lo efímero, ansía la flor que aún es capullo y le canta en lo que rebota callada en el suelo que es morada. No ansía su permanencia, lora pletórica el instante que no es. No atrapa, deja que se vaya, ella misma se escurre como el agua, siempre ahí y siempre yéndose, siempre una siempre otra. No se detiene, busca la rendija por donde colarse.
Cuando leemos una poesía o miramos la composición de un cuadro se respira una cadencia, se respira un ritmo, se respiran palabras que se detienen pesadas en las que cerrar los ojos y ver el mundo y otras ligeras que nos llevan veloces hacia otras más calmas, cuando ya su lectura es puro recreo, cuando ya su sentido se ha abierto, se siente el flujo y éste sólo es el que alimenta el alma. Ante una composición siente uno la mirada deslizarse hasta que formas y colores se desvanecen, sólo entonces siente uno el cuerpo ligero, ingrávido dentro de la obra hasta acomodarse en el viento e irse con ella.
Ese es el vacío, no el que está libre de formas y colores, lleno a su vez de nada, sino el que permite la oposición de los contrarios, el que permite que la dualidad se establezca, el que sorbe la energía, el que aspira la mirada, el que arrebata el alma. No se da a la vista, tampoco se lo escucha, ni es ni tiene conciencia pero permite que todo lo demás sea.
La pintura de palabras en China es la que mejor se abstrae de todo para crear en el pasillo del aire, se abstrae de los caracteres que traza, claro que para abstraerse primero se apodera de ellos, los hace suyos con manía y deleite, con energía y obsesión, se los apropia, los retiene y cuando pincel en mano se sumerge en la hoja en blanco, los suelta para que sean ellos mismos. Entonces, la concentración del pintor se libera de toda posesión, se apacigua, se acurruca, se mantiene en el vacío hasta que la obra se lo retira de las entrañas, cuando ese vacío encuentra acomodo, se crea la obra. Entonces los sentidos vuelven a su ser y ven los ojos si la obra fluye gracias al vacío o por el contrario ha habido interferencias que retienen el trazo, retienen el aire, no respira y hay que buscar de nuevo la concentración que ponga al trazo en un camino sin trabas.
Para ver la poesía o bien hay que cerrar los ojos y verla con los del alma, o pintarla. En China, el que pinta palabras lleva siglos inmerso en un trazo que despliega la abstracción más pura partiendo de la poesía. La poesía es el motivo que se adapta al trazo para hacer de ella movimiento, le arranca el sonido mudo que el trazo con su movimiento único de principio a fin de la hoja traslada diferente siempre en el tiempo. Descubre en el trazo el movimiento de la vida, ese que da cobijo al amor, que hace nacer la ilusión, que da al traste con los sueños, que descubre súbito la pasión, que enardece los impulsos. Ese movimiento que como un soplo de aire fresco le hace a uno cambiar el rumbo, decidir lo imprevisto, creer en imposibles, partir en busca de lo ignorado o simplemente permanecer mirando cada día cómo vuelve a salir el sol.
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