La perspectiva irreal que busca real-izarse.

Silencio es la nota dominante de esta aceptada soledad
El siglo XX ha sido un tiempo terrible en el que las guerras se han sucedido incluso a nivel mundial. Las crisis ideológicas, financieras y de organización social han sido convulsas, poniendo en duda y cuestionando la viabilidad de los que hasta entonces eran valores estables, hacia los que aspirar y por los que luchar.
En el siglo XIX la revolución industrial pone las bases de una nueva clase social, el proletariado, que provoca el crecimiento de las ciudades, con cinturones de población obrera consagrados al trabajo por cuenta ajena. La burguesía es la contraparte del obrero que, ateniéndose a la oferta y la demanda de una sociedad cada vez más mercantilista, asienta las bases del capitalismo, con un nuevo sistema de valores que pone en alza la moneda y en baja la moral. Realidades que alejan al ser humano de la naturaleza y de los núcleos familiares que se rompen a favor de estructuras mínimas, ensalzando, a largo plazo, el individualismo.
Los espacios se reducen y el tiempo también. La sociedad agraria, hasta entonces mayoritaria, contaba con el campo y el horizonte hacia el que proyectar la mirada, su tiempo era el que marcaban las estaciones del año para distribuir las tareas, que exigían saber esperar para que los ciclos naturales se cumplieran y obtener así beneficios.
Mirando con perspectiva observamos que el arte ha pasado de tener a la nobleza y la iglesia como demandantes de su trabajo, a ser la burguesía, que cada vez atesora más riquezas, la que se interesa por la obra de arte, como una de las vías que la eleva socialmente. La burguesía se encuentra en las ciudades fundamentalmente, desde las que controla la industria, marcando tiempos de producción y buscando la aceleración y expansión de los productos en el mercado, que le aseguran la rentabilidad de sus inversiones. Ahora la espera produce pérdidas, incluso se habilitan los turnos de noche para que las máquinas no paren de funcionar y los beneficios se multipliquen. El obrero pierde las referencias que la naturaleza le proporcionaba al agricultor con la salida del sol y su puesta, el cambio de las estaciones con sus climas y periodos de descanso. La rotación del trabajo, tan necesaria en el campo, obligaba a la sociedad a estar en sintonía con el mundo exterior, mirar al cielo para esperar la lluvia y a la tierra para observar el crecimiento de los productos.
El tiempo deja de ser el de la naturaleza para ser el del hombre. Puede verse como un logro que independiza al ser humano de una naturaleza que no siempre es benigna. Las catástrofes naturales, de hecho, pueden llegar a ser terribles, aunque no menos las guerras que son catástrofes humanas. El espacio también varía al reducirse, por ejemplo el destinado a vivienda, que pasa desde la casa al piso o de las mansiones nobles a las viviendas burguesas. La iglesia igualmente verá reducirse su caudal y con él su espacio físico, dejando paulatinamente de acumular tanto poder como antaño, aminorando la ostentación de la que hacía gala como mecenas del arte, acopiando a lo largo del tiempo la cantidad inmensurable de espacios repletos de obras artísticas, que de hecho le va a facilitar vivir de las rentas durante décadas.
Si antes las paredes de los palacios nobiliarios y eclesiásticos eran las que acogían las pinturas, si las iglesias consagraban sus espacios abovedados a enormes murales pintados para los que se escogían a los mejores artistas y artesanos, ahora son los burgueses los que buscan obras con las que enaltecer sus casa, cuyo tamaño se ajusta a las ciudades y a la prosperidad del negocio. La nueva era industrial no tiene una proyección en el tiempo tan a largo plazo como la de los terratenientes, el mercado va a hacer útil u obsoleto el producto que fabrica, cuando durante siglos el producto de la tierra era garantía de riqueza sin paliativos. El burgués aviva la competencia, el movimiento continuo, pone precio al tiempo y también al espacio, el abolengo se vuelve rancio y al espacio se lo exprime para que cada rincón sea productivo. La vara de medir es el dinero, hoy más que nunca.
Las obras de arte se empapan de realidad para simbolizar el sentido del camino y, en él, el rumbo que toman las diferentes generaciones, aunque ellas, las obras en sí mismas, fueran una ficción cargada de ética y estética pero siempre aspirando a las grandes verdades eternas, sin entrar aquí en juicios sobre lo conseguido por unos y otros. La perspectiva misma nos miente sobre el espacio en el que se plasma para hablarnos de la realidad que quiere traspasar lo inmediato. Su capacidad técnica para romper las dos dimensiones del soporte, añadiendo una tercera que le da profundidad, ilusiona con lo ilimitado y nos encamina hacia lo perfecto. Una perfección que se circunscribe a la técnica, que ha alcanzado tan sublime realización que no admite el error ni la más leve equivocación, hasta el punto que el artista no se sirva de ella llegando a ponerse a su servicio para la grandeza propia de la técnica.
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