La perspectiva que la luz difumina.
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La perspectiva que la luz difumina.

una palabra para ser consumida sin que se desgaste

El arte se resiente de todos los cambios que se van forjando y como expresión de su tiempo, no tiene más remedio que atender a las nuevas realidades que ya tienen lugar. La perspectiva, que desde el Renacimiento estructura las diferentes manifestaciones artísticas, va a ser quien mejor nos conduzca por los vericuetos que van trazándose a lo largo del siglo XX. La perspectiva lineal con su punto de fuga nos ha ido dejando, a lo largo de su historia, obras de arte que paralizan un instante para ofrecérselo al espectador como una ventana abierta. En dichas obras proyectamos la mirada para perdernos por estancias desconocidas, en las que apreciar una escena de la vida cotidiana, de personajes que nos hablan de vidas distintas, de otros lugares  otros tiempos, encerrando en sí mismas relatos con mensajes de los que extraer una enseñanza. Escenas inmersas en paisajes naturales o urbanos cuya profundidad espacial nos hacen olvidar la bidimensionalidad del cuadro. Hasta tal punto engañan al ojo que quisiéramos tocar para asegurarnos que no podemos entrar. Los recintos religiosos, cuyas arquitecturas ya nos proyectaban hacia profundidades fuera de toda medida para el común de los mortales, sobrecogiendo en la inmensidad, eran sobredimensionados con pinturas que nos abrían a historias religiosas que abarcaban el cosmos, desde las alturas del cielo a las profundidades del infierno, lanzándonos al infinito. El tiempo para quienes vivían y fabricaban esos espacios estaba en consonancia, haciendo propias las raíces de los antepasados y proyectándose hacia el futuro en estirpes que fueran heredando y así continuando a sus mayores.

La perspectiva fue adquiriendo esa serenidad y equilibrio en su ilusión por lo clásico dando paso, con el correr del tiempo, al Barroco que pretende deslumbrar para despertar a los sentidos con la curva que retuerce la linealidad previa para acoger el escorzo de sus figuras, a veces imposibles que sugieren un dinamismo en busca de ese punto de fuga improbable, de esa mirada llena de sensualidad y luz, de exaltación y expresividad atenta a un color que derrama pasión y una constante ruptura que sorprende y alienta la imaginación, Pero la ilusión tenía sus días contados, porque es precisamente la “pérdida de la ilusión” que tanto había alimentado cualquier tipo de perspectiva, la que da paso al Romanticismo, tiempo revolucionario que quiere dar libre curso a la sensibilidad, a la vez que afirma los derechos del individuo, pero pierde el encanto a favor de la razón y se desespera, pierde la distancia y la perspectiva con la que mirarse y deja de verse en un tiempo que proyecte futuro, para vivir en un presente de ensueño ante el que sucumbe. Los tiempos han cambiado y en todos los ámbitos se busca un orden nuevo con el que encarar tanto caos.

Ante la nueva realidad, las manifestaciones artísticas se revuelven, se agitan buscando atender las nuevas experiencias de vida que tan lejos quedan de modelos perfectos. La ciencia sume la demostración palpable exenta de error en busca de respuestas certeras que harán caer los misterios intrínsecos de la naturaleza y el ser humano. En la misma medida, pero como contrapartida, el arte se aleja del tecnicismo que provocaba la admiración por lo perfecto para asumir el error y los sentimientos en honor a lo verdadero, que sin poderse demostrar emana de sus entrañas, provocando la tensión necesaria en la vida cotidiana. También las diferentes artes reducen el tiempo y el espacio, el tiempo de ejecución y el espacio en el que proyectar su hasta entonces irrealidad ilusionante para atraer la inmediata. El siglo XX ha sido testigo de la crisis del arte que ha convulsionado todos sus estamentos, eludiendo la perfección hasta vomitar los asfixiantes tecnicismos, que dan la espalda al profundo sentimiento de torpeza humana, presente por doquier. A veces tal agitación puede parecer fruto de una gran originalidad, de un enriquecimiento de sus formas y maneras, de una imaginación sin límites, de una creatividad sin fronteras. Pero igualmente puede verse como una huida hacia delante, como un desconcierto en el que todos los instrumentos desafinan y se pierden. Caminos o movimientos artísticos que llegan a callejones sin salida y exigen volver a comenzar, planteándose nuevas vías que salgan al ancho mar. La búsqueda se plantea en todas las direcciones, porque a poco de comenzar el sentido se diluye y no se encuentran razones que avalen la continuidad. La creatividad se pierde en la desesperanza de tanto esperar lo definitivo.

El movimiento Impresionista cierra el siglo XIX alejándose la pintura de la figuración y pide también al espectador que se aleje del cuadro, no para abarcar toda la inmensidad del mismo, sino para, en la prudente distancia, apreciar los contornos que huyen de cualquier perfil nítido y claro. Anhelan impresionar el ánimo, obligando al sentido de la vista a hacer un esfuerzo adicional en aras de apresar lo que es fugaz, lo que de un instante a otro cambia y hace cambiar la imagen de la realidad. La luz adquiere protagonismo y no ya el foco deslumbrante, interesa esa luz cambiante que disuelve e el inmovilismo y da paso a lo que puede mudar de un instante a otro, pues basta que pase una nube para que la fachada de una catedral no sea ya la misma. Antes se esperaba a tener la misma luz para seguir con un paisaje o se reproducían en el estudio los bodegones con luces quietas, ahora se prescinde de la quietud serena para atrapar la inquieta luz que moviliza devolviendo al camino lo que antaño era llegada o un fin en sí mismo, objeto de una composición fija y elaborada, pero que la luz pulveriza en una miríada de átomos, como una noche estrellada, lo sujeto al cuadro al desprenderse la nitidez del dibujo que estructuraba. El espacio del cuadro también se ha reducido considerablemente, son preferibles pequeñas telas, como esos momentos pequeños en los que una mirada atenta ha captado la fugacidad de lo que ya no está. La perspectiva comienza a difuminarse con la luz que acerca los elementos compositivos desdibujándolos amablemente. El espectador no precisa ya de tanto para ver la obra, le basta el fogonazo para retener en la mente la impresión causada. Tampoco los temas son trascendentes, no se buscan ni en el pasado ni en el futuro, sino en el paseo de cada día, en el presente sin apelar a enseñanzas trascendentales, se trata de ese relato corto de una mañana sin pretensiones.

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