La Recitación del Trazo
Al recitar algo lo vamos soltando en el tiempo y gracias a la modulación adquiere un movimiento que puede ser pausado, repetitivo, acelerado o tantos, como la sensibilidad de quien procura su voz y las circunstancias del momento, imprimen en el texto que puede salir desde muy dentro, cual voz prestada a las entrañas del tiempo o superficial, tal que pasando de puntillas por palabras que apenas se acariciaran. Entre una cosa y otra hay un mar de matices que enriquece lo diverso, lo único y concreto, lo que cada vez adquiere una nota disonante en reverencia a la que difiere.
Al hablar del trazo nos vamos mentalmente a la línea o raya con la que vamos a dibujar o bien caligrafiar si de escribir cuidando la belleza se tratara. El vocablo trazo emana del latín tractus que podría traducirse como arrastrado, como el arado que arrastrado por el animal va abriendo un surco en la tierra, dejando su trazo, su trazado, la hendidura de la que ha de brotar algo una vez depositada la semilla. Pero no es al arado romano al que vamos a prestar nuestra atención sino al cálamo que llevado por la mano del calígrafo deja el trazo de tinta cual límite infinito en el que va a depositarse la imaginación.
Surge ya un denominador común que es el movimiento al que hay que atender. Porque lo que venimos arrastrando desde el Renacimiento en Europa es el punto de vista central y único de la perspectiva que construye la imagen en la que vamos a depositar nuestra forma de ver. Y como María Zambrano (1904-1991) ya nos dejara dicho es necesaria “una visibilidad nueva” que quizás vaya dejando lo estático para adentrarse en el desarrollo que todo movimiento lleva implícito. A Filippo Brunelleschi (1377-1446) que nos dejó Il Duomo de Florencia se le atribuye la plasmación de la perspectiva cónica que es el elemento clave de la pintura renacentista, un sistema de representación que hace pasar todo lo proyectado en imagen por un punto que es el lugar por el que se supone mira el observador. Por lo tanto el que mira está quieto en un punto desde el que ve, como si de una ventana se tratara, una escena que puede llegar a parecer más real que la vida misma. Ese punto de vista es estático, carece de movimiento, paraliza la imagen estancada en una visión única y excluyente.
La técnica desarrollada a partir de ese momento es bien conocida, llegándose a un virtuosismo que empaña cualquier realidad, pues lo representado alcanza lo divino y el artista crece en humanidad hasta despegarse de lo terrenal para dar vida a las cúpulas celestiales como Miguel Ángel (1475-1564) en la Capilla Sixtina o Leonardo da Vinci (1452-1519) con su Última Cena. Una técnica que a lo largo del siglo XIX encuentra su culminación en la fotografía cuyas lentes focalizan a través del punto de vista en el que se encuentra el observador, paralizando cualquier movimiento, dirigiendo la atención hacia el punto cuyo disparo inmortalizará un encuadre, dando protagonismo a la visión en detrimento del resto de visiones sin las cuales no sería, desgajando un detalle que pasa a ser la totalidad, el resto no existe y a fuerza de trazar perspectivas nos ha engullido hasta el punto de perder la perspectiva y quedarnos paralizados en el punto.
El trazo se desarrolla a lo largo del tiempo de ejecución. Verlo exige que el observador se mueva buscando el inicio para seguirlo a través de su recorrido, basculando con él como agua en la corriente del río que va, corre, se detiene, hace trompos, gira o cae en cascada. Tenemos que salir del estanque para entrar en el río.
La caligrafía árabe, junto a la europea y la china, es una de las más significativas, cuya evolución, aunque someramente, atenderemos para ver los cambios profundos y fundamentales a los que se ha sometido a lo largo de su historia, hasta el punto de preguntarnos si puede seguirse llamando igual lo que ha sufrido tan drástica transformación.
Si hay un calígrafo que abre el camino que aún se sigue recorriendo, ese es sin duda el artista de Bagdad Ibn Muqla (886-940) hito de la caligrafía árabe, con quien entender los conceptos básicos que han de perdurar hasta el siglo XX al menos. Sin perder de vista que como caligrafía tiene un cometido que la fundamenta, la necesidad de ser leída por terceras personas, hay que tener en cuenta dos aspectos básicos para considerar una caligrafía no sólo bella sino además excelente: la corrección de las figuras y la posición de las mismas[1]
En lo que a las figuras respecta, la caligrafía precisa tener en cuenta:
1. La exhaustividad que estriba en que cada letra contenga exhaustivamente cada una de las líneas arqueada, enhiesta, inclinada y horizontal que la configuran.
2. La plenitud consiste en otorgarle a cada línea las medidas que le corresponden en cuanto a longitud, cortedad, grandeza y pequeñez.
3. El acabamiento radica en que cada línea cumpla fielmente con las formas que ha de poseer, tanto en la verticalidad, horizontalidad, inclinación, recostamiento y arqueamiento.
4. La satisfacción está en la forma equilibrada de cada línea, sin unas partes más finas ni más gruesas que otras, exceptuando la necesaria variación de grosor que ha de haber en ciertas letras.
5. El lanzamiento consiste en que el calígrafo deje su mano suelta para que corra con celeridad, sin detenerse y sin retenciones violentas.
En cuanto a la posición, entrando de lleno en la composición, hay que considerar:
1. El ajuste o ligazón de cada letra que así lo requiera.
2. La unión o asociación de las letras sueltas de la mejor y más bella manera posible.
3. La delineación que une palabras en un orden respetando la corrección y el equilibrio linealmente.
4. El desprendimiento que suelta las que puedan situarse con independencia.
La proporción armónica que abarca desde el Universo al ser humano y sus obras es esencial para entender la estética caligráfica: “Todas las letras y todos los tipos de escritura se basan en la línea recta del diámetro de la circunferencia y en la curva de su perímetro. Queremos dejar bien claro que la más excelente de las escrituras, la más correcta de las caligrafías y la mejor de las composiciones es la que relaciona unas letras con otras medidas según una proporción ideal” diría Muqla.
La particularidad de la caligrafía estriba en que su fruición es doble: en tanto que procura un placer visual derivado de la armonía de sus formas, no descuida el placer intelectual producido por el contenido de su discurso. Y esta doble fruición la defiende Ibn Jaldún (1332-1406) que siendo de origen andalusí nació en la actual Túnez y vivió en El Cairo desde 1388, fue su amistad con Ibn al-Jatib la que le llevó a desempeñar una misión diplomática en favor del Reino de Granada en 1363 y a nivel intelectual se decantó por la función comunicativa de la escritura en vez de su dimensión estética, es más identifica su estética con la claridad expresiva afirmando que:
“la caligrafía es expresión evidente de la palabra y el discurso, lo mismo que ambos son expresión de las ideas que contiene el alma y el pensamiento, por lo que ambos deben ser signos perfectamente claros”
Si la tratadística árabe sobre la caligrafía hace interaccionar la dimensión comunicativa con sus valores estéticos, Ibn Jaldún prescinde casi por completo de estos últimos, es decir de la temática sobre la proporción entre las letras, armonía, estilos u ornamentación, limitándose a la función social, ética e intelectual de la escritura, sugiriendo que todo lo que va más allá de la transcripción y transmisión clara del pensamiento entra a formar parte del lujo y de lo superfluo.
Pero será en el siglo XV cuando el Imperio Otomano dé a la caligrafía un nuevo impulso muy significativo haciendo de las obras verdaderos cuadros para ser contemplados y admirados sin renunciar al contenido pero cargados de ornamentación, se recrea el efecto espejo, liberando cada vez más la caligrafía de su función principal para hacer valer su plasticidad. Destaca la personalidad de Mustafa Raquim Efendi (1758-1825) que vivió y trabajó en Estambul haciendo que su obra fuera más allá de una depurada técnica y perfección en la ejecución, llegando a composiciones de gran fuerza pictórica. Las caligrafías de Raquim se caracterizan por su atrevimiento al deshacer el orden de la frase árabe, fragmentándola y recomponiéndola, juntando las letras similares y dando a las restantes los espacios libres de manera espontánea e imaginativa, no necesariamente en su lugar natural para ser leídas. Por ello, algunas de sus caligrafías se resisten a la lectura, salvo que se conozca previamente la expresión representada y se posea una notable erudición, pero ganaban en composición con ritmos y equilibrios libres de ataduras.
Hasta ahora y, nos situamos ya en el siglo XIX, el calígrafo ostentaba una posición social elevada, los mejores calígrafos eran solicitados por los más altos estamentos sociales, compartiendo hasta secretos de estado con sus escritos dirigidos a emperadores y gobernantes de su país o extranjeros, las innovaciones o cambios se discutían en las más altas esferas teniendo mucho que ver con la imagen política de los nuevos tiempos ayudando a plasmar la evolución y desarrollo social. También es cierto que su elevación social daba lugar a estrepitosas caídas en desgracia como sólo puede protagonizar quien ha rozado el poder absoluto, ejemplo de ello vuelve a ser nuestro apreciado Ibn Muqla cuya vida es digna de detención y atención.
Pero quien domina la primera mitad del siglo XIX es el asceta y calígrafo Muhammad Ibn al-Qasim al-Qandusi nacido en el desierto del actual Marruecos, fue además de reputado calígrafo, sufí autor de diversas obras, dedicando parte de su vida a la venta de hierbas en el zoco de Fez. Él introducirá, aprovechando las raíces populares y su creatividad personal, los estilos caligráficos magrebíes en la modernidad. Célebre por su personal cálamo magrebí de gran grosor, su caligrafía se caracteriza por la variedad, por sus lúdicos entrecruzamientos y curvaturas, por sus detalles ornamentales gobernados por la intuición y la creatividad del artista y por la intensidad pictórica y cromática de muchas de sus composiciones.
Aquí ya se ha producido una brecha significativa de difícil encaje social, pues al calígrafo ya no lo encontramos donde era habitual hacerlo ni su obra es solicitada con los mismos fines, el tiempo ha dejado de tener tanta elasticidad, la filigrana y el ornato carecen de interés cuando el tiempo apremia y la finalidad del escrito pasa a acaparar todo el interés, siendo el escrito en sí mismo un medio cuando la caligrafía era un fin. Hay un vuelco de intereses en el que al calígrafo deja de interesarle el espacio que ocupa y la finalidad que adquiere su obra, originándose y expandiéndose con decisión y celeridad entre numerosos artistas plásticos la concepción de obras de arte que más que caligráficas focalizan su atención en la letra, la palabra y frases como elementos que se insertan en la pintura y en otras artes.
Precursora, con mucha fuerza e influencia, a la que es difícil llamar calígrafa pero muy fácil artista plástica, de esta mirada nueva a las letras, palabras y frases insertas en su obra fue Madiha Umar (1908-2005) nacida en la ciudad de Alepo en Siria, aunque naturalizada iraquí, verdadera pionera del “grafismo árabe” contemporáneo por haber pintado el primer cuadro de dicha opción estética, alimentando su experiencia artística durante décadas con exposiciones de sus obras y manifiestos por escrito de como la caligrafía árabe es un elemento de inspiración en el arte abstracto.
“Imágenes abstractas de las letras árabes” es como tituló su participación en la muestra periódica organizada por el Museo Corcoran de Washington en 1949 apostando por el uso de la grafía árabe dentro del cuadro moderno, con las técnicas, objetivos y problemática del arte contemporáneo. La pintora considera impresionante la capacidad de diseño del arte del arabesco por el sutil equilibrio entre los elementos abstractos, la matemática empleada, la libertad y el puro espíritu místico que lo embarga. Y puesto que para Madiha el diseño es el comienzo de toda creación y todos los seres de la naturaleza, sean humanos, animales, vegetales o inertes, poseen formas armónicas y basándose en que “la escritura árabe es el más perfecto, rico y antiguo de los diseños” que hunde sus raíces en los comienzos del abecedario s. XIX a.C. configurándose como escritura árabe en el s. IV o V d.C. la pintora iraquí asume la grafía árabe como la base de su abstracción pictórica moderna. Tras profundizar en el estudio de la historia de la caligrafía árabe comprendió el valor abstracto y simbólico de dicho arte que va más allá de su decorativismo, manifestando:
“Considero cada letra del alifato árabe como forma abstracta que cumple un significado específico y que dichas letras, con sus diferencias, son en la expresión una fuente de inspiración. Por eso hice de las letras árabes la base de mis pinturas abstractas, tratando de transformar sus formas superficiales y simples en formas móviles y expresivas de pensamiento”
También sobresale Ibrahim el Salahi (1930) que fue en la década de los cincuenta de los primeros artistas en usar elementos caligráficos islámicos en pintura, los cuadros de esta época inspirados en los trazos de líneas dieron paso a un estilo más meditativo, basado en las formas orgánicas y la reflexión sobre la identidad sudanesa y la peregrinación vital del artista. Su padre era profesor de religión islámica y a él le encantaba decorar las tablillas de madera en las que copiaban el Corán con la tinta que hacían ellos mismos. Esa fue su primera idea de una obra de arte. Los cantos y los tambores sufíes enriquecían su vida y la enriquecen todavía hoy, dice poder ver la música y oír los cuadros. Ya se sustituye el cálamo por el pincel o por cualquier otro instrumento que permita explotar las mencionadas posibilidades plásticas.
Del grupo de Bagdad de arte moderno conocido también por el concepto de La unidimensionalidad o Dimensión Única con que titularon su manifiesto fundacional al celebrar su primera exposición en 1971, el artista Yamil Hamudi (1924-2003) propuso sin embargo titularlo “El arte se inspira en la letra” y comienza diciendo que:
“La práctica de la letra en tanto que puro medio lingüístico en el arte plástico comienza en el artista moderno como una maniobra literaria que pretende configurar un nuevo clima rico en posibilidades a la vez simbólicas y decorativas. La letra otorga al arte una nueva dimensión que el artista no había conseguido hasta hace bien poco tiempo”
La base fundamental de esta teoría estriba en considerar la propia letra como dimensión al constituirse realmente de movimiento y rumbo o dirección, no tema que es en lo que se basa la caligrafía tradicional y veremos que también otras corrientes de la modernidad. El objetivo de la teoría de la unidimensionalidad es tomar la letra de la escritura como punto de partida para llegar a una idea de caligrafía como puro valor formal. Llegando a considerar la práctica de la escritura árabe y de la escritura en general, en la plástica artística, un intento de retornar a los verdaderos valores del arte debido a que la abstracción es vista como la última etapa en la evolución del arte contemporáneo por medio de la cual el artista expresa su libertad y el grafismo se incorpora como un intento legítimo para superar la bidimensionalidad y acceder a la verdad del grafema o la caligrafía que es unidimensional.
Sakir Hasan Al Said (1925-2004) alma del grupo de Bagdad, recurrió a la letra árabe por primera vez en 1953, la empleó a veces con formas naturalistas, luego vino un período que él califica de contemplativo como se advierte en sus composiciones abstractas basadas en la idea de muro o pared, entonces
“Traté de pintar el mundo no como lo veía con los ojos solamente sino como lo sentía en mi viaje hacia lo absoluto”
Hasta el año 1966 bascula entre el uso figurativo de la letra árabe y en el de su pura abstracción. Su permanente interés por el sufismo se combinó con la recuperación de elementos de las artes populares de su tierra y del pasado sumerio babilónico y con una notoria atención a las aportaciones del artista abstracto Vasili Kandinsky (1866-1944) si bien conservó siempre la grafía como elemento esencial de su quehacer, bajo el signo de la unicidad aportado por el islam, los valores de la abstracción, la ascensión y el movimiento. El artista actual se sitúa en un largo proceso que viene desde sus ancestros de las primeras civilizaciones, conformadas precisamente sobre el desarrollo de los alfabetos, se espiritualiza con el islam, ante todo en su versión existencialista y cosmológica sufí y continúa con la experiencia artística moderna en pos de perfeccionar el yo del artista dentro de un universo absoluto, material y trascendente al mismo tiempo.
Los miembros del grupo de Bagdad del año 1971 como Madiha Umar consideran que la grafía de las letras inspira, sostiene y completa la abstracción moderna, insisten en las inmensas posibilidades imaginarias y plásticas de la grafía árabe y de la mano de Sakir otorgan un sesgo sufí a su propuesta, en el sentido de que la finalidad del arte es elevar el yo humano a su más elevado nivel de humanidad, es decir expresar la existencia de su yo humano a través de todas las etapas, desde el instante de su creación hasta el de su extinción, objetivo que sólo se alcanza por medio de la unidimensionalidad, es decir con la práctica del grafismo, en tanto que movimiento contemplativo de la esencia humana en su nivel cósmico de existencia.
“Así se logrará además una comunicación entre el artista y el espectador al que se transmitiría la experiencia contemplativa del artista, no como mera sensación visual, sino en tanto que experiencia existencial de perfección humana. Canon de las letras que otorgaba, como el sufismo en general, un valor simbólico a las letras de carácter trascendente que se plasma en sus figuras trazadas. Si el arte de la caligrafía es un arte coherente en sí mismo que recorre, en tradiciones como la islámica, además todas las artes: arquitectura, tejidos o coranes, el arte contemporáneo, al descubrir el grafismo de la escritura cual nueva dimensión, lo que hace es continuar la aspiración del artista de superar su propio yo y su relativa realidad para profundizar en sus raíces y elevarse espiritualmente. La búsqueda de la verdad y de la libertad del pensamiento humano a través del grafismo de la escritura en la plástica artística es un intento de retornar a los verdaderos valores del arte. El grafismo de la escritura representa incluso el primer intento de abstracción puesto que descubre el orden interno del movimiento de los símbolos lingüísticos aislados en el acto de su trazado. Es la contemplación del universo o la descripción contemplativa del mundo externo por medio del encuentro artístico en el que se unen el ser humano y el mundo. Es una teoría de la expresión de la única dimensión sobre la superficie de dos dimensiones” concluye el manifiesto.
Naya al Mahdawi (1937) tunecino, admirador del artista plástico Paul Klee (1879-1940) desencadena un desaforado esfuerzo caligráfico, recurriendo a algunos de los principios básicos de la caligrafía y a sus materiales, inventando caligramas como los clásicos, rellenando sus vacíos con escritura con los estilos tradicionales, pero despojando definitivamente a todo su despliegue caligráfico de cualquier posibilidad de lectura:
“Escribo sin escribir. Vuelvo al legado naturalmente pero para salir de él o de lo contrario moriré en él”
Explora la potencia plástica infinita de la caligrafía árabe por lo que mueve su cálamo por el papel como el compositor musical:
“como en un juego loco en el que soy testigo de mis movimientos, me vigilo a mí mismo y me pierdo a la vez”
Tras atraer la atención del lector árabe le deja estupefacto por la falta de mensaje. No llega nunca a componer una expresión inteligible. En círculos, espiral, en bandas largas o cortas, con variados ritmos, siempre fluye su escritura truncada, sin sentido de frases ilegibles. Despojándose de la atadura del mensaje, de sus normas y exigencias, el cálamo juega con las formas de las letras y con las relaciones de unas con otras, libre, operando con las técnicas de antaño, visualmente árabe, pero no semánticamente, sin apenas color, puro flujo gráfico que renuncia a la comunicación verbal y da vida independiente al trazo árabe.
Con Muhammad Said al Sakkar (1934) iraquí, se da un paso más en el arte plástico desde la letra, la palabra, la frase, hasta la poesía, él mismo dice:
“A lo largo de mi experiencia con la caligrafía he comprobado que existen relaciones plásticas agradables, expresivas y bellas entre las letras que no han sido ejecutadas. Trabajo sobre la forma de la letra, sobre las relaciones de las letras entre sí, sobre las curvas, giros, inclinaciones y expansiones… En conclusión la caligrafía se ha desarrollado en mí gracias a la poesía, hasta convertirse en un ente artístico complejo que rebasa las reglas y controles caligráficos hasta profundidades por las que antes de introducirme en la poesía no me había interesado”
Es una experiencia de vida la que le lleva a la caligrafía a vivir una transformación significativa, como hemos venido constatando, no menor a la que la sociedad observa. Al dejar en el camino, la caligrafía, el cometido que tiene asignado desde su nacimiento, esa necesidad de ser leída para transmitir conocimientos sin prescindir de su propia naturaleza, de la que se va empoderando al tiempo que deja el testigo de la comprensión más racional a una escritura más técnica y menos artística, la cuestión que se plantea es si se puede llamar de igual forma a lo que se ha transformado tan sustancialmente.
Dicha experiencia, fruto de un desarrollo vital, le va dando al trazo una dimensión desconocida al no sentirse en deuda con condicionantes externos, que paradójicamente es equivalente a la que descubrió cuando tomó como propios dichos condicionantes. Cuando se agota una vía hay que estar atentos a la salida para alimentar el flujo vital. Quien se adentra en esta transformación de los signos de cualquier alfabeto, sin buscar la originalidad sino el origen de dichos signos, valorando lo que le es propio, experimenta como artista visual una caída al vacío, porque en su origen el trazo que contiene la escritura es libre para tomar la forma necesaria y dejaría de serlo cuando se somete a ella, deja de trazar la forma para ser trazado por ella, y cuando ella, la escritura, se va, deja al trazo consigo mismo sin reconocerse, desmemoriado de su origen ya lejano y olvidado en lo consciente, pero no en las profundidades de su ser, que es a donde ha de llegar en su caída el artista junto al trazo original. Es el momento de dejar que la Imaginación divina procure una dimensión que nos deje perplejos ante los resultados. Que el símbolo de la escritura se encuentre con el origen y se plasme desde el vacío en el que ha caído, le obliga a reinventarse, a encontrarse consigo mismo, complementar esa mirada que de tanto mirar hacia fuera pide volver los ojos hacia dentro, permitiéndonos contemplar la transformación.
Aunar lo consciente con lo Imaginal, que no imaginario, y el mundo físico permite contemplar la oposición sin inmiscuirse en ella, situarse en ese lugar límite, que se interpone, intervalo entre realidades dispares que se acoge a la expresión coránica Barzaj[2] en la que no hay mezcla ni un decantarse por una en detrimento de la otra, es más bien filtro. Sólo la Imaginación como facultad puramente espiritual es capaz de sobreponerse acogiendo en su seno la contradicción, sólo ella es capaz de integrar y diferenciar. El acto creativo no puede estar en espacio alguno que no contenga el Barzaj pues sólo en él la imaginación vuela libre, puede cruzar de un lado al otro sin sentirse prisionera en ninguno, se sitúa por encima de la contradicción o lo prefijado, es superior a la percepción sensorial.
Pero para hablar del barzaj hay que escuchar al maestro murciano Ibn Arabí (1165-1240) en sus “Iluminaciones de la Meca” cuyo capítulo 63 titula “Sobre el conocimiento interior del Pueblo, que permanece en el Barzah entre este mundo y la Resurrección (en el Día del Juicio)”
“Como el barzah (de la divina imaginación creadora) es algo que separa lo cognoscible de lo incognoscible, lo existente de lo inexistente, lo inteligible de lo ininteligible, afirmado y negado, se le ha dado el nombre de Barzah como término técnico. Es inteligible en sí mismo, a pesar de no ser sino la imagen imaginada (hayal). Porque, cuando tú lo percibes, asumiendo que te encuentres en un estado racional, sabes que has percibido algo existente allí donde has posado tu mirada; sabes con total seguridad que hay algo allí, sin duda alguna. Pero, ¿qué es eso acerca de lo cual afirmas que es una cosa existente, mientras que al mismo tiempo lo niegas?”[3]
El Trazo es ese límite que no se decanta, es vehículo de superación de lo más sensorial a lo Imaginal sin que la conciencia lo dirija, muestra los espacios que se oponen, el trazo como algo que surge del espacio y no como algo que se impone. Como el trazado del arado romano, no es una marca separadora, es una limitación, un límite que surge con la conciencia. Coger el pincel es embarcarse en el trazo, siendo el que te permite ascender de obra en obra hacia una plenitud añorada por conocida pero inencontrable. El trazo responde a una realidad cronológica al adscribirse al tiempo en el que tiene su lugar, cambiando con él las formas visibles y a una realidad íntima del alma de quien la hace visible. Dos realidades que al confluir se viven como una sola realidad en la que encontrar la respuesta o el trazo de la obra en sus diferentes épocas. La ambición está en llegar al centro cuando se encara la realización de una obra, llegar al centro implica desvelar lo que lo mantiene oculto, algo que no ocurre de una forma gradual, sino que puede darse de golpe, en un movimiento único el desplazarse en profundidad para alcanzar un punto más próximo al centro. Un instante de luz, que si te posee con el cálamo o el pincel en la mano hace del trazo un vuelo que desvela.
Estamos en el Arte del Trazo, que ya no es línea ni raya, es Camino de elevación, la caligrafía queda en exceso parcial y limitada en espacios y tiempos que ya han sido recorridos, el artista plástico coge el testigo de un trazo que se desvela vehículo de realización para pintar palabras que nos lleven a su expresión más abstracta y comprometida: la Poesía.
Si retomamos lo que dijera Ibn Muqla sobre que todas las letras y todos los tipos de escritura se basan en la línea recta del diámetro de la circunferencia y en la curva de su perímetro, estamos inmersos en esferas cuyo movimiento es circular. Si tomamos el símbolo del “Arca[4] representada por un círculo que alude a la Unidad, círculo indiviso que representa lo indiferenciado, lo incondicionado, el Tiempo Absoluto que, no obstante, según Ibn Arabí, es este mismo tiempo relativo. El círculo es así pues Arca del Tiempo. El mismo círculo representa también el corazón del Hombre de Fe, es entonces el Arca del conocimiento que contiene los nombres de todos los seres, el Arca de la Palabra. A cada dominio corresponde así su propia actualización del Arca, aunque sólo los inspirados, realizados espiritualmente, pueden contemplar el Arca en todos los dominios como manifestación unífica del Ser, ya que ésta es el Arca de los gnósticos que navegan en el océano de su contemplación” como expone Pablo Beneito que añade que “para comprender el mundo de las correspondencias es preciso considerar su trasfondo simbólico unitivo y su intención contemplativa en el contexto de una dinámica espiritual”.
Es en esa tesitura de movimiento unitivo en la contemplación donde podemos encontrar al artista plástico que pinta palabras y que no es otro que el calígrafo actualizado. Movimiento que contiene el trazo, siendo el pincel, el cálamo o cualquier otro instrumento, el que lo hace visible, pero ese movimiento ¿le pertenece a la palabra pintada, es propio, singular de la palabra, cada palabra tendría un único movimiento o llevaría intrínseco otros varios? Lo cierto es que quien la traza puede no hacerla igual nunca, la técnica y la plena consciencia serán las únicas que le ayuden a hacerla prácticamente igual a otra anterior. ¿Cómo explicar ese movimiento? porque se trata de un movimiento interno que posee a quien toma el pincel y que será más suelto y libre cuanto más inconsciente y más atrás deje a la técnica, permitiéndola hacer sin interferencias.
Hay una disposición previa cuando se va a tomar el pincel para imprimirle el movimiento, ese movimiento interno del pensamiento que es fruto de lo que se ha entrañado, porque si el trazo de la palabra tiene una carga que le es intrínseca e intransferible, es precisamente por ese entrañamiento que se inicia cuando comienza la aventura de la escritura en la niñez y se descubre uno mismo en la evolución que van adquiriendo las letras con el crecimiento como ser humano, hasta la identificación con esas formas que son para uno parte de sí. Por eso expresar a través del trazo de las palabras es entrar muy hondo, recuperar la semilla, aquella dejada en el surco de la traza del arado, hoy que lo que vemos es un bosque que supera con creces nuestra realidad. Dejar que surja, que aflore con el trazo nuestra visión es permitirnos ser vehículo más que dique de contención, río más que pantano.
El manejo del pincel no es estrictamente lineal, sino que se le imprime profundidad en la vertical, no sólo se desplaza sino que hace surgir. Una vez el pincel en la mano se apela al sosiego y es que el trazo adquiere forma cuando ya se está de regreso, de regreso de ese movimiento interno del pensamiento que sólo cuando se siente presente se dispone una a coger el pincel apaciguada, confiada, segura, reposada, tranquila, serena…
… y cuyo timón es la quietud del corazón dice Ibn Arabí[5]
Concebida la palabra se siente una como “el mar rebosante, equivalente a la plenitud o perfección de la esfera, es el dominio desde el cual se asciende a la bóveda celeste…” Está creada la tensión de la plenitud que invade y la serenidad necesaria para hacerse con el camino cuya experiencia eleva el espíritu, adquiriendo el viaje del trazo un carácter trascendente.
“…navegaba en el mar del esfuerzo hasta que los vientos de la providencia la hicieron arribar a la orilla de la contemplación” dice Ibn Arabí[6]
Concebir la palabra que puede ser siempre la misma, las mismas eternamente en un movimiento cíclico de un volver incesante, como navegando en un movimiento esférico inacabable.
“Su proa es la providencia en la eternidad sin principio y su popa es la santificación de la aspiración espiritual, con relación a lo accidental, en la eternidad sin fin” dice Ibn Arabí[7]
Pero cuando ya se llega a la poesía, el desprendimiento y la abstracción se han hecho con el trazo, y al dejarlo desplazarse, volar sin interferencias ni empujones, recitamos el trazo.
“Y cuando hubo
dejado atrás el mar de la ilusión y estuvo al fin a salvo de las brumas del
encrespado mar de los cambios y las diferencias, el capitán extendió su
cuaderno y alzó su voz recitando un maravilloso poema” dice Ibn Arabí
[1] “La aventura del Cálamo” Historia, formas y artistas de la caligrafía árabe.
José Miguel Puerta Vílchez, Editorial Edilux, Granada 2007
[2] “Ibn ´Arabí, Vida y enseñanzas del gran místico andalusí”
Fernando Mora, Editorial Kairós 2011
[3] “El Azufre Rojo” nº 2. Año 2015 “La vida es sueño” de James W. Morris (Boston College)
Edita Puertas de Castilla, Murcia.
[4] “El lenguaje de las alusiones: amor, compasión y belleza en el sufismo de Ibn Arabí”
“El Arca de la Creación: el motivo del Markab en el sufismo” Capítulo Séptimo.
Pablo Beneito. Editora Regional de Murcia 2005
[5] De la traducción “El alma apaciguada y la pleamar” de Pablo Beneito en “El lenguaje de las alusiones”
[6] Idem
[7] Idem
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