Mirando lo que se va a pintar.
Lo he contado más de una vez, me dejó pensando cuando, estando pintando en la montaña con mi grupo de clase, a dos días en autobús de Hangzhou en China, en mis veintitantos, el profesor se acercó a ver lo que hacía y comentó que mi trabajo era igual a lo que tenía delante. La montaña caía hacia un vacío abismal que la engullía, las rocas perfilaban formas de ensueño de las que emergían árboles, que se colgaban inverosímiles en la conquista de un espacio que se diría efímero, por incapaz de sostenerse ante un vacío que desvelaba un misterio, ante el que la razón poco o nada podía hacer.
Embelesada como estaba ante tan ingrávido paisaje, sintiendo que iba a desvanecerse en cualquier momento, pues parecía soñarse a sí mismo, en un tiempo descolgado de cualquier tránsito, intentaba atraparlo antes de que sucumbiera a la realidad que imaginaba iba a tocarme en cualquier momento en el hombro. Y así fue, las palabras del profesor me devolvieron a lo tangible, y quedé complacida en mi dejar en la hoja lo que estaba viendo, a la vez que experimentaba el desasosiego de no ser eso ni suficiente, ni siquiera lo que la expresión artística demandaba. Me pidió que dejara en descanso a la visión física, para buscar lo que había entrañado una vez ésta hubiera cumplido con su función. Así, la mirada hacía la luz, hacía lo que estaba arriba descolgándose del mismísimo cielo, debía dar paso a la oscuridad profunda de lo que se gestaba en el sentir de lo de más adentro. No es lo uno o lo otro, no hay elección, lo que hay es el movimiento que da paso, y lo que está en ese paso a paso, se pinta, y aún más, porque se pinta solo. Ahí está el misterio.

María Zambrano en su libro “Algunos lugares de la pintura” dice que: triste realismo el de <las cosas como son>, y triste arte el que no logre deshacer en algún modo la máscara de las cosas para que su alma aparezca.
Al leerla me vino aquella escena, y me dije que entonces me pedían el alma, pero no supe dónde encontrarla.
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