No nos interesa tanto la obra como la acción de pintar.
Instalados en el movimiento intentaremos escapar a las definiciones que concretan y detienen. Centrándonos en el flujo incansable que va haciendo del cauce del río un vaciado inagotable. Ese vacío que no es ausencia sino un hacer sitio.
La obra de arte ha tenido una de sus horas más bajas a lo largo del siglo XX.
Arte que no puede dejar de ser el Nuestro, el de esa sociedad en la que se inscribe de la que parte. La sociedad es en definitiva su campo de batalla, en el que tiene lugar la observación y experiencia de la vida, donde encuentra las razones de su existencia: su tiempo y su espacio. Si bien la tendencia natural del arte aspire a trascenderlos, bien es cierto igualmente que sólo puede lograrlo partiendo de ellos: de la historia y la sociedad.
El artista no se sube a un escenario o se recluye en su estudio para desde el aislamiento extraer de sí mismo un objeto original que nace de la exclusión de todo aquello que le rodea, bien al contrario, del escenario o del estudio surge, como a través del artista, todo el Nosotros que lleva en su inexorable vivir, pone a trabajar su voluntad de crear, inmerso hasta lo más profundo en su generación, puede acallar la conciencia par no conducir su obra desde el tan limitado yo, pero no puede suprimir el Nosotros histórico y social.
No es el tema el valor esencial del arte y no es en la sociedad donde encontraremos su fundamento, pero es social el arranque que produce la búsqueda en el artista, de sí mismo en el mundo, interrogándose ante lo incompleto que se manifiesta en su ser, dudando sobre la eficacia de lo heredado, se adentra en sí mismo para descubrir el vacío, encaminando al artista hacia el sentido de carácter espiritual que va a conducirle hasta el origen del misterio que se produce ante sus sentidos.
Cuando los temas que abastecen el arte dejan de potenciar e identificarse con valores y finalidades tan definidas al servicio del poder constituido, como pudieran ser la iglesia o la nobleza, entra en la crisis social asumiendo sus mismos problemas, busca nuevos horizontes y mira en derredor al encuentro de otros planteamiento que le den frescura e iniciativa, que sacien el vacío que deja la falta de fe y la soledad profunda en la que cae el ser humano.
Los movimientos artísticos, tan particulares y representativos del siglo XX, aparecen agrupando, reuniendo en torno a sí al Nosotros que los artistas echan en falta cuando se ha desleído su camino.
Porque ¿qué pasa con el artista? con ese ego que si se le deja hacer crece sin mesura, encadenándole más que liberándole. En la sociedad en la que estamos ahora, prima el movimiento, se busca la originalidad, la diferencia, las ferias del arte quieren artistas cada vez más jóvenes, menos formados y más impresionables, se admira lo crudo, el lenguaje directo, del alma a la tela. Se quiere dar vida al genio, aún antes que al hombre. Aparecen los entendidos que toman en sus manos a los niños objeto que pintan para exhibiciones, terminando por ser exhibición ellos mismos. Muchos se les agotan en sus manos sin haber llegado a los treinta y se les desahucia como a los enfermos, se los aparta de la movida y llegan así a la vida, a la real, desalojando su papel que presto ocupará alguien más joven, creído y creyente de que el camino que pisan abre para ellos el libro de historia, dejando su nombre en letras impresas. Se pretende hacer historia, entrar en ella, sin tener experiencia de vida. Es más, se ha de terminar el siglo queriéndolos sin experiencia para experimentar con ellos. La obra en sí misma es un experimento, son objeto de risa y desconcierto por parte del público, que no ve una obra terminada cuyo lenguaje le alcance para poder entenderlo, aunque no lea con precisión de entendido. Se convence el artista de que el camino a la fama pasa por el martirio de la incomprensión, su mensaje, que sólo cree entenderlo él, es como el de los predicadores: guardando la esperanza de que una gota de su ingenio convierta el desierto en vergel.
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