El motivo más exigente a la hora de pintar palabras es la poesía, ella porta en sí misma la abstracción, ella se abstrae de todo para dejar que sea lo que sea, nadie le pide realidad, escapa a toda aprehensión, es un vuelo ingrávido, un suspiro callado, un instante efímero de rebeldía, de belleza, de clamor, de libertad. Y la pintura la mira celosa al ser ella prisionera de las formas, al necesitar atenerse a quien la hace figurar. Pero no sabe que la poesía a su vez juega con ella imaginando que su vuelo quede atrapado en alguna sin forma, en la abstracción más sugerente, en cierta forma que se despenda de sí misma para transportar el alma peregrina de la poesía. Y fueron los signos de la escritura los que se ofrecieron a ello con la mayor pureza y desprendimiento.
Las palabras pintadas, la poesía y la pintura de la realidad que circunda derriban fronteras para ser más que nunca fieles a sí mismas, pues nunca encontrarán descanso en el ser que las atrape, sino en el camino que las lleve eternamente a través de los ciclos que encadenan vida y muerte, como las estaciones del año, sin retenerse en la repetición constante y continua, sino renovadas y transformadas con cada nuevo comienzo de lo mismo, porque la linealidad queda excluida del movimiento que nos ocupa para caer en la gravedad del espacio que nos envuelve, en él basta un paso para ser recogidos por lo más lejano, un descuido para encarar lo nunca visto.
Un verso que se diga sin palabras
o si palabras tiene, nada expresen:
una línea en el aire, un gesto breve
que, en un hondo silencio, me resuma
la voluntad que quiere, la mano que escribe.