Wang Wei (701-761) bien aventurado
La Mirada, esa mirada que conectamos con Zhao Mengfu, que ha de llegar 5 siglos más tarde, y que recae más que en el paisaje, en la naturaleza. Se traduce a menudo como pintura de paisaje a una variante de la pintura china, pero me inclino más por pintura de la Naturaleza, pues va más allá del paisajismo, del jardín decorativo que también tiene su espacio y realidad; pero a este nivel, el Arte de estos hombres va más allá, porque su mirada va más allá. Al igual que caligrafía se queda corta cuando el Trazo se sumerge en la pintura de palabras, el paisaje no es sino una pintura de lo aparente, que cuando profundiza con la mirada interior, aporta otro nivel. Dichas traducciones responden a un tiempo, el siglo XIX, en el que no se considera la pintura china a la altura de la europea, tan distantes una de otra, surge, sin embargo, la curiosidad por lo otro, pero se desarrolla desde la superioridad y por lo tanto la mirada no es la más justa y el vocabulario que utiliza ha quedado obsoleto.
Para este tipo de pintura de la Naturaleza, en chino se utilizan dos palabras que permiten visualizarla: montaña y agua, una representa la vertical y la otra la horizontal, una asciende hacia el cielo y la otra fluye adentrándose hacia las entrañas de la tierra. Son un complemento, el yin y el yang de una visión del cosmos, del universo, de una totalidad, una unidad hacia la que el ser humano aspira, respira para sincronizarse con ella. La dinastía Song es el pico de una montaña, se ha ascendido hasta una perfección en el arte, una capacidad de recolección de tanta semilla como se ha ido sembrando en tiempos anteriores en libros y colecciones, una difusión gracias a los letrados que se multiplican por toda la geografía, un ansia de paz relegando la vida militar y de unidad al querer abarcarlo todo, desde la tierra al cielo; que fácil es imaginar la caída, la bajada de la montaña durante la siguiente dinastía, la Yuan, a la que pertenece Zhao y cuya mirada elude la grandeza para prestar su atención a lo pequeño, lo insignificante, esa roca pequeña, ese árbol solitario, tan solitario como él en medio de tanto iletrado que llegaron a caballo para hacerse con el poder, eludiendo la palabra. Sin embargo, la Dinastía Tang (618-907) a la que pertenece Wang Wei responde más al río y con él nos detenemos en su flujo, en su dinamismo, en su ir hacia sin quedarse nunca.
Wang fue un hombre que compaginaría su vida como alto funcionario en servicio a la sociedad y ermitaño enamorado de la naturaleza en su querido refugio al sur de la capital, Xian, por donde pasa el río Wang y donde tenía una casa en la que encontró la paz para escribir sus “Poemas del Río Wang” cuyos caracteres irá pintando, con el mismo trazo y en el mismo espacio de la hoja de papel, ese espacio de tiempo, en el que plasma el sentimiento visual de los lugares que fluían ante él; vividos desde el ayuno en los que sólo se hacía acompañar de su tetera, un mortero para las hierbas, algunos libros y una hamaca. Profundizó en el budismo chan, como Huaisu, y por lo tanto fue un gran contemplador, practicando el vacío que le permite hacer sitio a lo que llega y caminante de los senderos experimentando el flujo de lo que está en continuo movimiento, interiorizando su conexión en el cosmos, en busca siempre de ese alma unitiva que trasciende la dualidad, aun abrazándola en la sucesión de los días y el ciclo constante de las estaciones. La música le acompañó siempre, escuchándola desde la naturaleza, a la elaborada en su seguimiento, como vehículo de trascendencia.
Wang llega a escribir un tratado sobre la pintura de la naturaleza, ordenando sus componentes desde la proporción, la presencia de elementos duales, el flujo de los mismos, gracias al vacío, que no es ausencia sino posibilidad de una composición que integre según una medida y los ciclos naturales, presente siempre el cambio, la transformación de lo que es puro dinamismo. Hay intimidad en su relato, abrigo dentro de la naturaleza, abrazo de su mirada, un pensar que eleva la simple semblanza; que habrá de convertirse en monumentalidad durante la dinastía Song y en la dinastía Yuan, con Zhao es más íntima aún la mirada, menos proporcionada, menos cargada de pensamiento, más ausente la perfección, más clara la falta de compensación, de idealismo, de altura de miras.
La mirada al río, a lo que fluye, al continuo pasar del agua, al vacío del cauce que le permite el movimiento constante, ese profundizar, romperse, acelerarse o detenerse ante los obstáculos, sufrir en su constancia los avatares de la vida dando ritmo al eterno retorno de lo cíclico. Su sufrimiento que se materializaría en ver, cada vez que daba inicio a una década, la llegada de la muerte y con ella el pasar de la vida: a los 30 la de su mujer, a los 40 la de su mentor, a los 50 la de su madre y al inicio de los 60 la suya propia.
El río en María Zambrano es símbolo de vida y lo sitúa en el corazón mismo: …el interior en el corazón carnal es cauce del río de la sangre… vaso y centro, el corazón, unidamente. Centro que se mueve padeciendo y que, receptivo, ha de dar continuidad y escondido, no puede dejar de darse. Y siendo la sede del sentir, es centro activo. Pasa por él el río de la vida que ha de someter a número y a ritmo. Pasividad activa…
Número y ritmo el de la música que es una constante en la vida de Wang, tanto en lo laboral como en lo lúdico, es esencia ese Diapasón -cuyo sentido se refiere a “a través de todo el ser”- y del que María se sirve para manifestar que hay que pasar por todo; hay que pasar por todos los infiernos de la vida para llegar a escuchar los números de la propia alma. Y ahí le dejamos, mirando el fluir de la música en el río que se está continuamente yendo al compás del latido del corazón que da libre curso al trazo de su pincel.
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